Si un hombre, en todo un día de tra-
bajo, no puede ganar el pan de tres per-
sonas, ¿qué había de hacer de las demás
bocas, si cumpliera con las leyes de la na.
turaleza y con el fin del matrimonio? Esos
dos niños mismos no están ciertos, ni del
mendrugo indispensable para la vida, ni
del trapo con que han de cubrir las carnes
de su cuerpo; y así, el padre de familia,
honrado, hábil, laborioso, orgulloso quizá
con el santo orgullo de la vergüenza, pasa
por el dolor de echar sus hijos á la calle
para que le ayuden con el fruto de la li-
mosna. Esos dos muchachitos cubiertos de
harapos, con su montera en la corona, ó
descubiertos aun en el frío del inverno;
con sus manecitas moradas, sus ojos azu-
les, que se llegan al que va á pasar, y en
dulce voz le piden un centavo para pan,
son quizá hijos de un hombre de bien,
apasionado por el trabajo, y muchas veces
de rara habilidad en un arte ó un oficio.
Con frecuencia este hombre cae enfermo,
ó queda imposibilitado por pérdida ó frac-
tura de un miembro de sostén y apoyo
de su casa, viene á ser carga de su familia:
la mujer tiene que buscar el pan, no sola-
mente de sus hijos, sino también de su
marido; ahora pues, ¿como lo busca? No
hay remedio, se tira á la calle, se planta
en una esquina con su chiquita de tres
años cogida por la mano y su recien nacido
en los brazos, y más pide con los ojos que
con la boca, pues esa mirada larga y pro-
funda de dolor está saliendo del abismo de
miseria en donde la ha precipitado la
muerte ó la ruína de su marido.
Yo tengo odio mortal á esos periódicos
perversos que corrompen la caridad de los
corazones bien formados infundiéndoles
desconfianza y poniéndolos en guardia con-
tra el fraude y la impostura, dicen. Pri-
var de mi limosna á una madre desventu-
rada que tendrá con mis dos sueldos para
media libra de pan, insinuándose conmigo
para que yo tenga á esa mujer por impos-
tora y vagabunda, me parece una obra indigna
de estos oficiales públicos que se llaman
escritores y periodistas. Si doy una mone-
da de cobre á una pilla que no la merece,
mi ruin moneda está quizá mal empleada;
pero si ésa es hambrienta de buena fe, y
si por bajas aprensiones le niego el auxilio
que solicita, hago mala obra, por que todos
estamos obligados á dar de comer al que
tiene hambre. De miedo de ser engañados
no la hemos de socorrer de ningún modo?
En todo caso, el mal que resulta para nos-
otros de que un falso mendigo nos extor-
sione con mentiras dos ó tres sueldos, es
mucho menor que el que se seguiría del
negarlos al pobre verdadero. No digo que
demos á todos; eso sería nunca acabar en
este mar de hambrientos y necesitados;
pero cada cual de nosotros debe tener sus
preferencias: unos suelen dar á los cie-
gos, otros á los tullidos; yo, por mi parte,
tengo una flaqueza irresistible por los ni-
ños y los ancianos, esos viejos trémulos
que están pegados á la pared, con las canas
en triste desorden, y que apenas tienen
fuerza para levantar los ojos. Los dos ex-
tremos de la vida son débiles; las necesi-
dades y los dolores hallan menos resis-
tencia en ellos, y es preciso que andemos
alargándoles la mano en el camino de mi-
serias y lágrimas que siguen, los unos en
busca de la vida, los otros en busca de la
muerte; los unos en los umbrales del
mundo, los otros á los labios de la sepul- tura.
No ha habido hasta hoy pueblo tan sabio que halle el equilibrio perfecto de las clases sociales, ni tan feliz que no hubiese oído en ningún tiempo los ayes de la miseria. Los romanos acostumbraban dar socorros al pueblo, y sus graneros públicos preser- vaban del hambre á los hijos de las ciu- dades. Las naciones modernas tienen hos- picios, hospitales, y estas fundaciones sal- vadoras que se llaman asilos de noche; pero no han querido imitar á los antiguos en la distribución diaria de alimentos, por que todo el mundo puede hallar trabajo en las innumerables profesiones, artes y ofi- cios que componen nuestra civilización, y sería animar la ociosidad y dar pábulo á la vagancia el racionar al pueblo que puede y debe e'ercitar las fuerzas en labores pro.
ductivas. Pero como á despecho del amor
al trabajo y de las aptitudes de una per-
sona sucede muchas veces que ésta no halla
ocupación, por falta de obras y por sobra
de operarios, ya se levanta una de las difi-
cultades con que tropiezan los gobiernos,
y brota del seno de la asociación general
una causa de inquietud y un peligro para
el orden. ¿Qué hacen los miles de traba-
jadores que necesitan la tarea de cada día
para el pan de cada día? Hombres de bien
y buena voluntad, llenos de vida y fuerza,
madrugan, se van á las cuatro de la ma-
yana a una milla de distancia, al taller co-
nocido, y el patrón, el implacable patrón,
los recibe el día menos pensado con estas
fatídicas palabras : « Amigos, no hay tra-
bajo; se cierra el taller ». ¿Qué comen
esos hombres ese día? ¿qué dan de comer
á sus esposas y sus hijos? He allí una le-
gión de mozos útiles, á vagar sin objeto por las calles, alargando quizá la mano á los transeuntes á pesar de orgullo del hombre fuerte, y sin hallar casi nunca la caridad indispensable para el sustento de sus familias. La limosna suele huir de la juventud, la salud, la fuerza: ¿por qué pide este hombre? dicen todos. Cómo! usted, joven, robusto, de buena cara, sale á men- digar? No tiene usted vergüenza?
Es raro, muy raro, que un artesano, un jornalero sin trabajo alcance á conmover á nadie. Casi nunca se le da; y muchas veces, ese hombre que pide por que no puede otra cosa, y no halla conmiseración, vuelve á su casa con las manos vacías y se vuela la tapa de los sesos, ó lleno de cólera y ren- cor, declara la guerra á la sociedad hu- mana. La falta de trabajo le hace ladrón, la venganza le convierte en asesino. Es tan frecuente en París leer avisos como éste :
« L. B....., honrado jornalero, se ha as- fixiado anoche junto con su mujer, por huir de la miseria ». No há veinte días una familia se entregó á la muerte, por esca- par del hambre. Primero que salir en busca del agrio pan del crimen, un hombre, des- pués de haber recorrido en vano la ciudad solicitando tra bajo, determinó quitarse la vida. Puesta en consejo esta fúnebre reso- lución, fue aprobada, tanto por su mujer como por su hija; y todos tres, serena, valerosa, filosóficamente, se encerraron, prendieron un brasero y se fueron á donde no hay hambre ni sed, donde el espíritu vive de luz, luz que conforta y alegra á los que se nutren de ella por los siglos de los siglos. El padre y la madre no volvieron en sí; á la hija se la arrancó de los brazos de la muerte. Como joven, había resistido más; ó quizá por que, tirada al pie de una ventana, hilos de aire salvador la estuvie-
ron sosteniendo en la agonía. Pobre niña! cuando recobró los sentidos, vio á sus pa- dres muertos en la cama, dio un grito y quedó loca. ¡Ya esto llamamos nosotros salvarse! Entre la sepultura y el manico- mio, entre el Padre Lachaise y Charen- ton, pocos habrá que se queden al segundo. ¿Qué es la lecura sino muerte con vista, muerte con voz, y quién sabe si muerte con dolores morales? De muerte á muerte, yo prefiero la verdadera, la grande y aca- bada, esa que se rodea de oscuridad bien- hechora, sobre la cual reina el olvido.
Entre los cien mil pordioseros que... Yo no diré infestan la ciudad de París, como dicen ciertos periódicos impíos, por que el hambre no es lepra; entre esos cien mil pordioseros que entristecen las calles, los que más en duda nos ponen son los menes- trales sin trabajo. Si hemos de dar, si no hemos de dar, no lo sabemos. Si ese hom- bre de casquete que nos alarga la mano es un trabajador honesto, preciso es que nos manifestemos humanos, cuando no gene- rosos; si es un tunante que profesa la men- dicidad como oficio, no debemos premiar y fomentar su mala maña. Pero cómo sa- berlo? En estos casos convendría que el corazón nos diese avisos ciertos y nos lle- vase de la mano por este laberinto de ayes sinceros y fingidos, lesiones verdaderas y contrahechas, lágrimas de dolor ó de burla, por donde estamos pasando todos los días en las calles de esta Babilonia.
Dos jornaleros sin trabajo, de esos de blusa y gorra, se me venían no há mucho de vuelta encontrada por la carrera de Me- cina. Ninguna de las personas á quienes se dirigieron antes que yo llegase les dio nada; ni los miró siquiera. El mal ejemplo me corrompió en el acto, é hice yo lo pro-
pio. No pudieron más los desgraciados; se
plantaron allí, vueltos hacia nosotros, y en
voz de ira y desprecio, dijo el uno : Quels
idiotas! ¡Mira a este sinvergüenza! lo
que en buen castellano quiere decir: Gente
embrutecida, hombres sin corazón... Ah,
canallas! canallas! La sangre se me agolpó
á las mejillas, tuve vergüenza, miedo, y
apreté el paso. Si no hubiera temido su
furía, me hubiera vuelto, y les hubiera
dado lo que les negué al principio. Pero yo
sé cómo irritan las satisfacciones que vie-
nen tarde, y más cuando son forzadas. La
superchería no suele indignarse de una ne-
gativa; es artera, mañosa, pero humilde:
esos dos hijos del pueblo, evidentemente,
no habían comido ese día y no hallaban
trabajo. Hay cóleras que son pruebas de
la verdad; y así, me hallo lejos de con-
denar ese bofetón de la semana pasada, que, en pleno boulevard de los Italianos, le dio una mujer pobre á una gran señora. La sangre de las venas de esta rica, sa- liendo á borbollones por las narices y en- suciándole los vestidos primorosos, le ha- brá enseñado á ser más justa y modesta con los desgraciados, y á responder con menos insolencia á las súplicas de los que tienen hambre. Dos centavos salvadores no hubieran abierto brecha á sus riquezas, y ella se hubiera visto libre de ese soplamo- cos que no estaba en su libro.
Verdad es que muchas veces somos enga- ñados por bribones que fingen miseria, por vagamundos que quieren vivir sin tra- bajar, saboreados como están por la li- mosna inmerecida. Pero entre negar dos sueldos al mendigo de buena fe y darlos al impostor, lo más razonable será siempre exponernos á ser engañados. A los que gus- tan poco de las obras de misericordia no
les falta nunca que decir: «Vagos, >> << pí-
caros,» «tunantes»: « Ése pide para beber,
y otras de éstas. Los mandamientos de la
ley de Dios no dicen solamente: Dar de
comer al hambriento, sino también: Dar
de beber al sediento. Ese pide para beber-
pues que beba! La sed de nuestros seme-
jantes será por ventura razón de nuestra
inhumanidad y tacañería? « Ese pide para
beber, » dicen los bebedores de ajenjo. A
éstos sí que yo no les diera, por que no es
obra de caridad fomentar el ensuci-
miento y entorpecer el espíritu con estas
agradables ponzoñas que están debilitando
y pervirtiendo á las clases distinguidas.
Pero un pobre diablo roto y harapiento,
que lleva en toda su persona el sello de la
miseria, ¿qué mesa, que silla tiene en
donde se bebe el elixir de la locura y de la
tumba? Para él no hay café, para él no hay taberna; en ninguna parte le reciben, y él no se atreve à llegarse á ninguna parte. La piedra, el suelo de la calle son sus lugares de recreo: si pide, es para no morir de hambre; si bebe, es por que tiene sed. Ese desventurado á quien el frío le está co- miendo las carnes por las roturas del ves- tido; cuyo rostro pálido indica el ayuno; cuyos ojos apagados anuncian la muerte, ése, ése es el agua de la Escritura; echad vuestro pan en ella. Echa tu pan en la corriente, dice el Señor; que más abajo, y cuando menos acuerdes, lo voluvrás á tomar.
Andando á eso de la oración por la calle de Prony, acerté á pasar una tarde al lado de una mujer que tenía un niño tierno en brazos. No me pidió limosna, sino las se- ñas del asilo de San Jacobo. Buena mujer, está usted á una legua de ese asilo : á pie, y con señas, á las diez de la noche no habrá usted llegado. Ay, señor, y ya no puedo: anoche dormí en Ville-d'Avray en una casa, de donde me han despedido sin darme un bocado. He andado todo el día por un bosque muy grande, y á estas horas no sé ni en que barrio de París me encuen- tro, ni por dónde he de tomar para ir al asilo de mujeres. Vengo de Versalles á ver á mi marido que está loco en Charenton hacen diez meses. El doctor Legrand du Saulle me ha hecho decir que ha entrado en convalecencia, y que puedo venir á sa- carlo. Para ir mañana á Charenton, nece- sito pasar esta noche en alguna parte. Por dónde debo irme? Mi chiquito, mi pobre chiquito, ya no tiene que mamar; por que como no he comido todo el dia, no tengo leche.
En esta sazón el niño salió testigo de su madre, y dio un vagido que se me clavó en el corazón. Sin fuerzas, sin rumbo, esa mu- jer no hubiera llegado ni en toda la noche á San Jacobo. Díganme los que entienden de estas cosas si yo hice mal en guiarla un buen trecho, ponerla en el ómnibus conve- niente, pagar su asiento, darle un puñado de piezas de cobre y las instrucciones ne- cesarias para que llegase á las puertas del asilo? Partió la buena mujer ofreciéndome el pago de Dios, y yo quedé con el alma refrescada, por haber hecho, por casuali- dad, una buena obra, en descuento de cien malas, probablemente.
Al otro día, en el Boulevard de Males- herbes, cerca de la Magdalena, entre os- curo y claro, he allí el mismo personaje : Ay, señor, ¿cómo haré para llegar al asilo de San Jacobo? Vengo de Versalles. Mi ma- rido está en Charenton hacen diez meses: el doctor Legrand du Saulle me ha hecho decir que está convaleciente, que venga á sacarlo. Pero en dónde paso esta noche? Y mi chiquito, mi pobre chiquito, ya no tiene que mamar, por que, como no he comido todo el día, no tengo leche.
No es ésta, dije para mí, la primera vez que he sido tonto; mas en siendo fundada la relación de esa mujer, yo me muero de pesadumbre si veo en los periódicos al día siguiente, que dos cadáveres, los de una mujer y un niño, habían sido sacados del Sena por un batelero. Como esto de los ca- dáveres del Sena es cosa de todos los días, vale más ser bobo por costumbre que dejar morir una mujer y su hijo sin alargarles la mano. Nunca en la vida he pasado noche más negra que una en que vi la Morgue en sueños. El hambre, el abandono, la desesperación allá van á parar. Los dioses desnudos de ese templo del suicidio afligen á los hombres más duros de corazón y aterran á los más valientes.